lunes, 7 de septiembre de 2015

Mamás solitarias

Hace años vi un programa en Discovery donde a una mujer de E. U. la llevaron a vivir por unos días a una tribu situada en África. El contraste era impresionante. Por principio de cuentas era una tribu donde existe la mutilación del clítoris, la poligamia es aceptada en los hombres y las labores de las mujeres son pesadas y de jornada larga. ¿Lo rescatable? La hermandad que existía entre las esposas. Las mujeres creaban un lazo estrecho entre ellas, se dividían las tareas y entre todas cuidaban a los hijos. Asistían al nacimiento de los bebés y, si alguna caía en cama por alguna enfermedad, se repartían las labores de la enferma. Al final, la chica estadounidense alabó ese compañerismo, esa maternidad compartida.Ese programa me vino a la mente porque justamente ayer leía a una chica que había tenido un día agotador con sus mellizas y me hizo recordar mi maternidad teniendo dos hijos pequeños. 

Como ya alguna vez lo he comentado, si bien es cierto que la maternidad es algo que nos provoca regocijo, también es cierto que (como todo en la vida) no todo es miel sobre hojuelas, tiene sus ratos oscuros y apesadumbrados, sobre todo para las que yo llamó: mamás solitarias.

Yo fui una mamá solitaria. Por principio, en mi primer embarazo tuvimos una situación que obviamente nadie espera, nadie piensa que pueda suceder. Mi hijo estuvo en terapia intensiva los primeros días de su vida. Además del dolor de ver a mi hijo conectado a lo que me parecían infinidad de máquinas, tenía esa congoja constante de no poder cargarlo, alimentarlo, teniendo que tirar mi leche cuando mis senos comenzaron a producirla (En ese momento yo no estaba muy enterada de que podía guardarla para cuando fuera necesario que mi bebé la ocupara) y por otro lado, el no poder darle reposo a mi cuerpo después de la cesárea. A mi niño tuvieron que hacerle una ileostomía y cuando por fin logró salir del hospital, tuve que enfrentarme a una maternidad complicada, llena de miedo. Entonces, por primera vez sentí el dedo acusador. Algunos parientes no sólo no ofrecieron una mano amiga, un hacernos sentir que no estábamos solos. Las preguntas eran "¿Por qué no te atendiste en otro lado? ¿Cómo no te diste cuenta que algo estaba mal? Tenían que haber tenido a un buen pediatra". Inclusive tuve que aguantar un comentario doloso: "Te sirve de lección para que sepas que los hijos por algo lloran". 

Los doctores no me hablaron de colecho ni de lactancia a libre demanda, al contrario, me llenaron la cabeza de temores, de las terribles consecuencias que podría tener si mi hijo no dormía en su cuna, si no le daba reglamentariamente mi pecho cada 3 horas por 15 minutos cada teta. Además de eso, tuve que aprender a cambiarle la bolsa de colostomía... un martirio para él y para mí. Mi esposo trabajaba todo el día, así que enfrenté sola todas las vicisitudes. En algún momento le comentamos al doctor si sería posible que una enfermera me asistiera, a lo que él contestó con un "si quieren" mientras me lanzaba lo que me pareció una cara de "¿A poco no puedes?". Me sentí avergonzada, como si algo estuviera mal en mí, como si iniciara mi maternidad con el pie izquierdo. 

Así que vivía con temor de todo, encerrada en las cuatro paredes con mi hijo, con el chip insertado de que ser mamá en casa era sinónimo de empleada doméstica (no tenía quién me ayudara en casa con las labores domésticas); durante el día estaba siempre al pendiente de que mi hijo estuviera cómodo y limpio, en el inter intentaba estar aseada y con la casa en orden, por las noches mi esposo era quien hacía colecho mientras yo comenzaba con la lavandería. Durante las 24 horas, como reloj, cada 3 horas le daba pecho a mi hijo. Estaba tan cansada, de estar sola, de enfrentar la situación de mi hijo sola y de forzarme y forzarlo a él a alimentarse. Después de un tiempo mi hijo comenzó con molestias intestinales, los doctores la razón que le encontraron fue que mi leche le hacía daño y me prohibieron darle. En esos momentos y en esas circunstancias para mí fue un alivio. Nunca me había sentido tan agotada en toda mi vida. Ahora me arrepiento y aún no puedo perdonarme el no haberme aferrado a la lactancia, a no buscar quién me ayudara en casa o me asistiera durante su tiempo con ileostomía, a no practicar el colecho. 

Me habían dicho que mi hijo no tendría un desarrollo normal y que estaría con la ileostomía hasta los 5 años de edad. Le habían diagnosticado enfermedad de Hirschsprung y su sangre estaba espesa al nacer, razón por la cual me advirtieron que, como le cortarían parte del intestino, era muy probable que nunca controlara esfínteres. Nació macrosómico y prematuro. Después supe que gran parte de todo eso fue el resultado de que no me dieron la atención pre natal adecuada así que yo no sabía que había desarrollado diabetes gestacional y por tanto desconocía que tenía un embarazo de alto riesgo. 

Pero mi hijo es un luchador, pese a toda predicción y haber sido internado 5 veces (una de las cuales sufrió de convulsiones) y operado 3, sus intestinos fueron reconectados, sin necesidad de corte, a los 5 meses de edad. Fue entonces que comenzamos una vida más "normal". Obviamente, por ese tiempo no me ponía atención ya que toda mi atención era para mi hijo, hasta que mi cuerpo protestó con una diabetes tipo 2.  Por indicaciones del médico que me atendía, dejé de utilizar el parche anticonceptivo (ahora sé que nada que ver) y al poco tiempo me encontraba embarazada de mi hija. Como comenté antes, yo me la vivía cansada casi todo el tiempo, además de que mis ciclos menstruales no eran nada regulares. Para cuando me enteré de la existencia de mi hija ya tenía 3 meses de gestación. ¿Cuál fue la pregunta casi obligada que tuve que responder cuando los familiares se enteraron de mi embarazo? "¡¿Cómo no te diste cuenta?!" Nuevamente sentí ese dedo acusador, como si fuera una mujer irresponsable, una mala madre.

Así que continué mi maternidad con un embarazo de alto riesgo y un bebé que apenas podía caminar (seguía sin tener quién me ayudara en casa). Pero por ese entonces mi maternidad fue un poco más acompañada ya que encontré un hermoso grupo por la red (bendita red) de mamás en casa que me acompañaron a distancia. Y ellas me hablaron de las bondades de la lactancia exclusiva y del colecho y conocí la LLL. Así que cuando nació mi hija tuve la fortuna de disfrutar el dar pecho, de no preocuparme de ser cuatro durmiendo en mi cama.

Pero, como dije al principio: no todo es miel sobre hojuelas. Cuando comencé (¡Por fin!) a perder el miedo de salir de casa con mis hijos, me encontré con el nuevo aprendizaje de saber lo que es atender dos hijos. No sólo de armar pañalera para dos y cargar con una en canguro y el otro en carreola de bastón, también es enfrentar los malabares de alimentar, cuidar y limpiar. Quienes han pasado por eso, saben de lo que hablo. 

Es increíble que, hasta la fecha, haya personas que vean el acto de amamantar como algo morboso, como si fuéramos mujeres exhibicionistas; esa horrible sensación de sentir ese dedo acusador que te tacha de impúdica si por algún motivo se te ve un seno. Y tuve que usar la engorrosa sabanita para tapar a mi hija cuando la amamantaba. También hubieron ocasiones (muchas) que las personas (en su mayoría mujeres) me mostraban cara de desaprobación cuando alguno de mis hijos (o los dos) hacían algún berrinche o de las ocasiones que terminaba sudorosa y temblando después de haber estado en el cambiador de algún restaurante haciendo malabares para cambiar un pañal mientras mi hijo se sujetaba a mi pantalón y yo intentando sacar y meter cosas de la pañalera, cuidando que mi hija no se moviera mucho y al mismo tiempo cuidando que mi hijo no se llevara algo a la boca o tocara algo sucio... ¡Ufa! Lo recuerdo y vuelvo a sufrir. Lo peor es que ninguna una vez, ni una sola, alguien se acercó a preguntarme "¿Todo bien? ¿Necesitas ayuda?" No, siempre vi rostros de lástima. Pero lo peor era esa sensación de soledad cuando ninguna mamá alrededor se solidariza, de no recibir un poco de empatía y una palabra de aliento. Por el contrario, siempre había quien con sólo una mirada levantaba el dedo acusador como queriendo dar sermón de cómo ser buena madre.

Como todo en la vida, hay que encontrarle el lado bueno a las cosas y todo lo que pasé me hacen sentir una orgullosa madre que sacó y sigue sacando la casta por sus hijos. Ahora ellos son unos hermoso pubertos a quienes he educado con amor y empatía. Los días difíciles van y vienen, la diferencia es que ahora hay mayor comunicación, aunque las peleas en casa son un cuento de nunca acabar, ¡Hermanos a final de cuentas! El dedo acusador sigue ahí, entre las personas extrañas, amigos y parientes que siempre tienen la solución perfecta, entre las que se sienten madres perfectas, pero he aprendido a jactarme de su ignorancia. Vivo una maternidad más relajada (demasiada relajada ante los ojos de "las abogadas de la vela perpetua y las buenas costumbres").

Así que, si tú eres una mamá solitaria, aunque no te conozca, te digo que te admiro, que te entiendo, que lo estás haciendo bien y que eres una excelente madre. Ten siempre presente que todos somos de capacidades diferentes, que no todos pasamos por las mismas circunstancias ni llevamos la misma vida.